miércoles, diciembre 10, 2008

Cinco Días para Navidad

Aprovechando la época, que tenemos más tiempo para leer y escribir, pensé en publicar un pequeño trabajo de ficción que pretende convertirse en una serie de doce casos, si es que tiene aceptación. Debido a su extensión, está separado en dos partes. La conclusión vendrá en una o dos semanas.



La Apuesta
Cuando mi gran amigo, el Doctor en Ingeniería Química, René de Ávila, interrumpió la perorata del Teniente Castillo, no hizo sino proyectar las intenciones de todos los asistentes a la reunión semanal de nuestro selecto grupo de ex-compañeros estudiantiles. Y es que el Teniente, personaje bien dotado para el dudoso "arte" de la oratoria, llevaba más de una hora atosigándonos con los pormenores de sus últimas capturas policíacas, llenas todas de formidables deducciones detectivescas, tiroteos, heridos, sangre, emoción y en fin, una gama completa de acción novelesca, narrada en términos nada técnicos, para que neófitos como nosotros pudiésemos comprender las vicisitudes a que se enfrenta un jefe de detectives.

-Mi querido Teniente, disculpa que te interrumpa, pero ¿no estás exagerando la nota al vanagloriarte tanto por haber atrapado a unos cuantos "pillastres"?

-¿Unos cuantos "pillastres"?

Todos conocíamos el carácter irascible del Teniente, incluido René, y sabíamos perfectamente que luego de la sorpresa vendría la tormenta. ¿Cómo la afrontaría? Cesaron las demás actividades y todos quedamos expectantes del duelo verbal que se avecinaba.

-No entiendo qué quieres decir y será mejor que te expliques.

-Lo único que pretendo expresar es mi cansancio por tus poses presuntuosas fuera de lugar. Todas esas aventuras con las cuales nos has estado hartando, han sido originadas por personas incapaces de adaptarse al medio, gente que no tuvo educación y no pudo obtener un empleo, alcohólicos y fármaco dependientes minados seriamente en sus facultades mentales. Todos ellos delinquieron por necesidad. No representa ningún mérito el atraparlos. O bien carecían de planes para sus delitos, o esos planes eran demasiado burdos, tratando cuando mucho de mantener en el anonimato la identidad del delincuente y no la del delito.

-Hablas de cometer delitos por necesidad. ¿Es que acaso alguien lo hace por gusto?

-Por gusto, no lo sé, pero existe otra posibilidad: por poder. Los delitos cometidos por la mafia o la política pueden caer en esta clasificación. Ellos podrían ser mejores contrincantes para tus dotes detectivescas. ¿Por qué no atraparlos?

El Teniente sonrió levemente.

-¡Cierto! -continuó René sin esperar realmente una respuesta verbal-. Estoy de acuerdo contigo. Por culpa de intereses creados y de poderosas fuerzas ocultas, no puedes arrestar a ciertas personalidades, pero, por favor, no te pavonees de atrapar a un pobre diablo que por tener el estómago vacío, se vio precisado a asaltar una salchichonería cubriéndose el rostro con una media.

El Teniente quedó silencioso, con cierta indefinible expresión en su rostro. La concurrencia, saboreando aún las palabras de René, aguardaba la inminente retirada del Teniente. Aún cuando sus aventuras no habían sido nada sencillas, René las había minimizado tan hábilmente, que difícilmente hubiera podido rebatirse algo.

El Teniente no se retiró, sino que dijo:

-¿Acaso un Doctor en Ingeniería Química sería un mejor contrincante para un detective?

René pareció sorprenderse un poco antes de contestar:

-Seguramente que sí.

-¿Se avendría el Dr. de Ávila a demostrar con hechos el tan bello sermón que me acaba de endilgar? Creo que no es difícil hablar sobre la teoría de los delitos, pero para atreverse a salir de la ley, hay que tener cierta fuerza de carácter. Reconozco que yo hablo mucho, pero nadie puede negar que lo hago "después" de la acción, del arresto. Tú, mi estimado amigo, estás diciendo que cometer un delito no es complicado para una mente instruida, pero tú jamás has cometido ningún delito. Tú estás hablando "antes" de la acción.

Esta vez René quedó callado.

-Te reto a demostrar tus palabras, te reto, por ejemplo, a robar un banco y quedar impune.

Los papeles se habían trocado. Era ahora el Teniente quien ostentaba una sonrisilla de triunfo y la concurrencia aguardaba el pretexto que pondría René para eludir el reto.

La sorpresa fue mayúscula al escuchar la respuesta.

-¡Acepto Teniente! Acepto el reto.

El salón se llenó de voces.

-¡Acepto! -la voz de René acalló las demás-, pero debemos estipular ciertas reglas.

-¿Existen reglamentos para robar? -el tono del Teniente era francamente burlón.

-Primero: acepto el reto, más no para robar un banco, sino para cometer un delito, sin especificar desde ahora cuál exactamente. Eso sería proporcionar demasiadas facilidades.

-Mientras el delito no sea robar fruta de un supermercado...

-El delito deberá ser uno que amerite más de 5 años de cárcel.

-De acuerdo.

-Segundo: únicamente tendrás cierto tiempo después del delito para atrapar al culpable, luego del cual podré confesar ante esta concurrencia mi delito y tú serás responsable de mi completa libertad. Así que menciona desde ahora cuánto tiempo necesitas.

-Me bastan cinco días.

-Ya estamos de acuerdo entonces. Caballeros -René se volvió a todos nosotros-, ustedes son testigos de la apuesta. Yo cometeré un delito antes del fin de año que amerite una pena mayor a los cinco años de cárcel. Desde el momento que se estipule la señal, el Teniente tendrá cinco días para demostrar las dotes detectivescas que tanto nos presume. Si él vence, pagaré mi fanfarronada en la cárcel, pero si pasan los cinco días sin haber motivo para acusarme, conservaré la impunidad aún cuando confiese mi delito.

El Dr. de Ávila y el Teniente Castillo se estrecharon las manos, sellando así la apuesta.

Los Personajes
Nuestras reuniones de ex-alumnos se celebraban todos los viernes por la noche en el domicilio de nuestro buen amigo Peraza. Es pertinente mencionar el sistema que imperaba en tales reuniones, más que nada para que el lector pueda entender algunos aspectos de este relato.

Para poder disfrutar de una buena cena, sin afectar gravemente ni el bolsillo de nuestro anfitrión, ni el tiempo de Juanita, su soporte doméstico, cada uno de los asistentes llevaba un platillo listo para ser calentado (en su caso) y servido. De esta forma, con poco esfuerzo y bajo costo, todos los viernes teníamos un variado menú.

Otro punto que conviene aclarar es el origen de dichas reuniones. Todos los comensales fuimos compañeros de primer semestre de la carrera de Ingeniería Química en la Universidad Nacional Autónoma de México. Se hizo costumbre una pequeña reunión los viernes para descansar de los estudios y platicar en forma relajada. La reunión prácticamente se mitificó y perduró por años, aún cuando varios compañeros habían abandonado la universidad (entre ellos el Teniente Castillo) y otros se habían ausentado por años al irse a estudiar al extranjero (como el caso de René).

En particular, el Teniente Castillo había abandonado los estudios al fallar repetidamente varias asignaturas. Con el tiempo, y gracias a ciertas influencias (estamos hablando de una época en que en México se podía acceder al poder y al primer círculo de la política gracias a las relaciones personales), el Teniente logró su rango (ingresó al ejército recién abandonó la universidad) y su puesto como Jefe de Detectives. Sin embargo, el Teniente gustaba de asistir a nuestras reuniones y presumir, cada vez que podía, lo mucho que ganaba (más que cualquiera de nosotros) sin necesidad de su título como Ingeniero Químico.

René era la contraparte. Siempre las más altas calificaciones, siempre poniendo en aprietos a los propios profesores por sus preguntas atinadas y siempre demandando mayor profundidad en cada tópico. Nunca nos sorprendimos cuando obtuvo beca en Francia para cursar el doctorado, ni cuando lo consiguió con honores en un tiempo récord. Cuando regresó a México obtuvo un puesto como Investigador en Jefe en el Instituto de Investigaciones Nucleares. Una personalidad así, es fácil de imaginar, carece de mucha vida social. Soltero para todo fin práctico (aunque había contraído matrimonio tiempo atrás, su esposa lo había abandonado cuando se dio cuenta que René vivía en un mundo de ecuaciones y fórmulas) éramos nosotros sus únicas amistades.

Yo había sido en lo particular su compañero de trabajos y proyectos durante la universidad y era lo más cercano a ser su confidente, aún cuando diferíamos mucho en nuestra perspectiva de la vida. Chocábamos principalmente en el aspecto de la fe. Yo era un cristiano nacido de nuevo, mientras que René era un ateo redomado. Muchas veces pensé que lo podría convencer de la existencia de Dios y de que Jesús era el Cristo, pero cada vez me topé con argumentos inteligentes y preguntas complicadas que, lo confieso, me dejaban sin palabras. En tales ocasiones sentía que le fallaba a Dios, pero sabía que la lucha no era mía y que en tanto René no se cerrara a hablar del tema, existía la esperanza de su conversión. Tarde o temprano, aún la inteligencia formidable de René, cedería ante la fuerza del Evangelio. El asunto de la apuesta no parecía ayudar en esta misión, pero de alguna manera, en el fondo de mi ser, confiaba en que todo serviría para bien.

El General Tapia
Después de la apuesta, las reuniones de los viernes se volvieron concurridísimas. Todos teníamos una gran curiosidad por saber si René de Ávila sería capaz de infringir la ley, o si todo quedaría en palabras. Obviamente la concurrencia rodeaba a los dos "contrincantes" y mientras por un lado el Teniente alardeaba sobre el férreo carácter que debería poseer un delincuente en potencia, el cual no concordaba con el del Dr., el propio Dr. procuraba eludir el tema.

Al aproximarse la Navidad, gracias a la natural disminución de actividades en las industrias, nuestras reuniones aumentaron de frecuencia. Así, nos encontramos en plena tertulia un jueves por la noche. En tal ocasión había una gran cantidad de invitados extra y el tema de la apuesta estaba ausente de las conversaciones.

Entre los invitados destacaba el General Tapia, superior del Teniente Castillo, personaje importante en la política mexicana de la época, aunque con sobrada fama de corrupto.

La mayor parte de la velada la pasó el General Tapia explicando sus tribulaciones con la prensa. Que tal reportaje había sido falso porque en su vida había aceptado sobornos, que jamás había tomado fondos públicos para edificar su casa, y así por el estilo, una infinidad de mentiras que los periodistas, "incomprensiblemente", levantaban en su honor.

Todos nosotros estábamos incómodos escuchándolo, incluyendo al Teniente Castillo, el cual, debo decirlo, así como mencioné que era presuntuoso, me constaba era completamente honrado y no comulgaba con los oscuros manejos de su superior.

Cuando llegó la hora de la cena, el Dr. de Ávila se aproximó al General.

-Convengo con usted General, en que la prensa, hoy en día se ha vuelto más sensacionalista que objetiva, pero creo que debemos continuar la conversación en la mesa. La cena está a punto y por lo que pude observar, hoy el arte culinario afloró en toda su magnificencia. Espero me haga el honor de compartir mi mesa con el Teniente Castillo y el Dr. Alonso.

Había mucho de extraordinario en esta intervención de René. Era por todos conocido su desprecio por los personajes corruptos, principalmente por el General Tapia, y el hecho de dirigirse a él con tal cortesía, hacía presagiar algo interesante. Me sentí satisfecho, si bien un poco sorprendido, de poder seguir de cerca la conversación. Había en la velada personajes de mayor peso político que yo y el que René me hubiera seleccionado para estar en la mesa del General, no dejaba de intrigarme.

Nos sentamos a la mesa y mientras Juanita escanciaba el vino, René le pidió que sirviera la sopa bien caliente.

-Pruebe la sopa, General. Es una receta novedosa que me proporcionaron.

-Es raro René, normalmente acostumbras traer tú el postre -dijo el Teniente.

-Y deberás reconocer que todos mis postres son una delicia.

-Lo admito, así como también admito que hoy lo echaré de menos. ¿Por qué la sopa?

-Diversificación mi estimado Teniente, no deseo ser un especialista en postres y un principiante en los demás platillos. Pero aquí está ya la sopa. ¡Bravo Juanita! Esta es la temperatura ideal para una buena sopa.

-Huele bastante bien.

-¡Adelante caballeros! -exclamó René hundiendo la cuchara en su propio plato.

Todos hicimos lo propio y para ser sinceros, mi opinión tras probarla, fue la de que René debía regresar a los postres. Al observar los rostros, me pareció que era opinión unánime, aunque por delicadeza no se expresó en voz alta. René se achicó un poco.

-Me parece que está un poco desabrida -dijo-. Un poco de sal mejorará la situación. Afortunadamente -hurgó en el bolsillo interior de su saco-, siempre tengo a la mano un salero.

Mostró un pequeño salero muy estilizado. Quitó la tapa y lo pasó al General.

Yo hice un esfuerzo por dominar mi sorpresa, aunque la descubrí muy clara en el rostro del Teniente Castillo. En todo el tiempo de conocer a René, y era bastante, nunca supimos que él portase un salero, por el contrario, poseía fama de emplear muy poca sal en su comida.

Luego de verter una generosa cantidad en su plato, el General pasó el salero al Teniente, sentado a su derecha. El Teniente lo tomó, pero René evitó que lo usara.

-Teniente, usted no debe emplear el salero, recuerde su presión arterial. La sal daña su salud.

-Pero un poco...

-Lo siento Teniente, no deseo ser culpable...

Tomó suavemente el salero de la mano del Teniente y se volvió hacia mí.

-Dr., me parece que usted no acostumbra la sal. ¿No es así?

-¿Eh? Tomaré así la sopa -expresé un poco nervioso. La verdad es que sí deseaba usar sal, pero no me atreví a contradecir a René.

Sin usarlo, René lo colocó junto a su plato.

-General, nos estaba contando sobre su casa de la costa. La prensa menciona que su valor rebasa los ingresos de un Jefe de Policía. ¿Es cierto?

-Por supuesto que no. Están exagerando en todo. Mire, el terreno lo obtuve...

El General Tapia regresó a su locuacidad y los otros tres comensales no tuvimos más que comer y escuchar. Sin embargo yo me sentía desasosegado por el episodio del salero y sabía que el Teniente también lo estaba. Había sido evidente cómo René había permitido sólo al General usar la sal. ¿Qué pretendía René?

Pensando en esta pregunta dejé de prestar atención al monólogo del General, el cual, por cierto, no pareció darse cuenta, ni de la maniobra de René, ni de la inquietud del Teniente y mía. Por su parte, René continuó comiendo atendiendo vivamente al General.

Al concluir la cena y levantarnos, el Teniente se dirigió a René.

-Mi estimado René, me llama la atención la buena hechura de tu pequeño salero. Es una bella pieza. ¿Sería demasiado abuso el pedírtelo como obsequio, o por lo menos en préstamo para adquirir uno similar?

Me pareció una buena estrategia del Teniente para sondear el objetivo de las raras actitudes de René.

-Lamento no poder obsequiártelo, le tengo cierta estima, pero yo mismo te conseguiré uno similar. No, no creas que es una molestia para mi -dijo anticipándose a la réplica del Teniente-. Incluso, para garantizar la similitud, vamos a pedirle al Dr. Alonso que guarde este salero y lo tenga a la mano para compararlo con otros modelos. ¿Estás de acuerdo?

-Es demasiada amabilidad de tu parte y lo agradezco. General, lo acompaño a su auto.

Tomé el salero sintiéndome un poco como árbitro en una contienda y me lo llevé a casa para depositarlo en la caja fuerte.

La Noticia
Al día siguiente, viernes 19 de diciembre, también tuvimos reunión, aunque estábamos únicamente los comensales habituales. La nota interesante fue un inesperado mutismo del Teniente, quien se pasó la mayor parte del tiempo leyendo o escuchando conversaciones. Aún cuando le hacían preguntas, contestaba con un par de palabras y volvía a caer en el silencio. ¡Una actitud asombrosa! Mantuvo esa conducta hasta cerca de la medianoche en que recibió una llamada telefónica.

Fue evidente la palidez que cubrió su rostro al contestar. La tensión inmediatamente se comunicó entre todos nosotros y aguardamos en silencio las palabras del Teniente cuando, luego de colgar, se aproximó:

-Hace unos momentos falleció el General Tapia.

Difícilmente una explosión hubiera podido causar mayor asombro que esa noticia.

-¿Cómo fue? -logró preguntar alguien.

-Murió en su casa, al parecer de un ataque cardiaco.

El Teniente dirigió la mirada a René y como si hubiese mediado una orden, todos hicimos lo propio.

Con expresión indiferente, René al sentirse observado, miró su reloj y dijo:

-Lo siento por su familia, ocurrir esto faltando sólo cinco días para Navidad...

En ese momento eran las cero horas del día 20 de diciembre.

Continuará...

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