Entonces el Señor se le acercó y lo llamó de nuevo: “¡Samuel! ¡Samuel!” “Habla, que tu siervo escucha,” respondió Samuel. (1 Samuel 3:10, NVI)
Tratemos de ponernos en el lugar de un padre de familia que llega del trabajo una tarde y se encuentra con un reporte de calificaciones de su hijo, muy por debajo de lo acostumbrado. Por supuesto sabe que su hijo ha estado teniendo problemas con algunos de sus amigos, pero no ha logrado tocar el tema, ya que su hijo ha estado más callado y reservado de lo normal.
Con la idea que tal vez ofreciéndole ayuda en las asignaturas con mala calificación pudiera permitirle iniciar una conversación relevante, se dirige al cuarto de su hijo. Lo encuentra recostado frente al televisor encendido, con audífonos en los oídos y un celular entre los dedos. “Hijo, me gustaría…” comienza a decir, pero lo interrumpe rápido el joven: “Luego Papá, que estoy ocupado.”
Antes de indignarse y pensar qué haría como padre en una situación así, reflexione si no está más bien actuando como el hijo joven de la historia. Dios, nos ve, sabe que estamos en problemas, desea tener una conversación relevante con nosotros para apoyarnos, pero nosotros estamos tan metidos con nuestros distractores diarios, que rechazamos ese momento de intimidad que busca Dios con nosotros. Nos quejamos y decimos: “¡Dios, ayúdame!,” pero en lugar de buscar Su consejo, nos encerramos en nuestro cuarto con la televisión encendida y si escuchamos a Dios tocar la puerta nos apresuramos a decir: “Luego Dios, que estoy ocupado.”
¿Qué diferencia habría en nuestras vidas si fuéramos capaces de contestar como Samuel: “Habla, que tu siervo escucha”?
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