No seas como el mulo o el caballo, que no
tienen discernimiento, y cuyo brío hay que domar con brida y freno, para
acercarlos a ti (Salmos 32:9).
En la ciudad quizás no conocemos mucho
sobre caballos. Pero tal vez usted haya visto películas y videos de caballos
salvajes, no domados. Son bestias fuertes, veloces e independientes.
Ciertamente se pueden domar, pero como dice el versículo se requiere brida y freno,
además de esfuerzo, paciencia e incluso látigo. Sí, látigo. Si un caballo
persiste en no dejarse domar, debe ser sujeto a castigo. El suficiente para ser
quebrantado sin lastimar su capacidad física.
¿Qué podemos aprender entonces del Salmo
32? Que no debemos ser como animales tercos en relación con la confesión de
nuestros pecados. David, el autor del Salmo, habla por experiencia propia.
Cometió un pecado y trató de ignorarlo. No pudo. Ni siquiera porque él era el
rey. Nadie lo iba a condenar o meter a la cárcel. Todos cuantos se enteraron
del asesinato de Urías, a maquinación de David, voltearon el rostro a otro
lado. Pero la condenación que David sintió no fue la humana.
Veamos lo que dice el Salmo: “Mientras
guardé silencio, mis huesos se fueron consumiendo por mi gemir de todo el día. Mi
fuerza se fue debilitando como al calor del verano, porque día y noche tu mano
pesaba sobre mí” (Salmos 32:3-4). La culpa del pecado es pesada. Sobre todo,
ante Él.
No fue el mejor tiempo para David y
nosotros debemos aprender de ello. No seamos tercos para confesar nuestros
pecados. Solo nos acarrearemos tiempos de miseria. En cambio, confesemos
nuestras culpas y ¿sabe qué? Hay garantía de perdón. Veamos cómo continúa el
Salmo 32: “Pero te
confesé mi pecado, y no te oculté mi maldad. Me dije: «Voy a confesar mis
transgresiones al Señor», y tú perdonaste mi maldad y mi pecado” (Salmos 32:5).
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