Y dijo Dios: “¡Que exista
la luz!” Y la luz llegó a existir (Génesis 1:3).
El
tercer versículo de la Biblia es famoso por un par de situaciones. Antes que
nada, es la primera vez que se registra la voz de Dios. “¡Que exista la luz!” es
lo primero que dijo, no precisamente a la humanidad, porque aún no existía,
pero tal vez lo dijo con ella en la mente para la posteridad. Otra cosa
interesante del versículo es que la luz de la que habló Dios no fue luz solar.
El sol fue creado hasta el cuarto día. Entonces, ¿de qué luz estaba hablando
Dios?
Para
el pastor James Ryle es claro: Dios es luz y con esta acción estaba permitiendo
su visibilidad. Iba a permitir un entorno en el cual Él se pudiera percibir. No
necesitaba al sol o a las estrellas para existir. Al contrario. Al crear la luz
en el primer día, quedó manifiesta su naturaleza. ¿Y cuál es su naturaleza?
Amor.
En
los siguientes días Dios manifestó su amor. Creó las condiciones para que el
hombre pudiera existir en un pequeño hogar llamado Tierra en un entorno
(sistema solar, galaxia, clúster, universo) impresionante. Imagínese
construyendo un pequeño acuario para su pececito de colores. Pero lo ama tanto
que además le construye, no solo una habitación donde ubicar el acuario, sino
un edificio, un vecindario, un país, un continente, diseñados específicamente
para que las condiciones del acuario sean perfectas para el desarrollo de su
pequeño pez.
El
pastor Ryle concluye diciendo: “Su deseo (de Dios) es que veamos (percibamos,
entendamos, y para eso es la luz) una revelación de Su amor en todo lo que Él
ha hecho, en todo lo que Él dice y en todo lo que Él hace.” Sin luz, olvidemos
al sol, no podemos.
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